Cuando yo era joven (cumplí 16 años en 1960), todos queríamos subirnos al ascensor social. El ascensor social funcionaba, si te esforzabas por subirte a él. El resultado fueron décadas de mejora económica y social que permitieron que España saliera del hoyo al que la habían arrojado la Guerra Civil y la consecuente y cruda posguerra.
Yo procedo de una familia trabajadora. Vivíamos en un barrio obrero en el extrarradio de Barcelona. Un barrio que ahora habitan casi exclusivamente migrantes extranjeros, y entonces habitábamos en gran medida migrantes nacionales (en nuestro caso murcianos).
Mis padres eran artesanos. Mi padre de la madera (carpintero) y mi madre de los tejidos (modista). Ambos eran empresarios autónomos. Sin tradición ni apoyo (apenas) familiar. Con su esfuerzo pude estudiar e ir a la universidad (eso sí, con alguna beca). Fui a una pública y a una privada (estudié dos carreras). La privada la pagué con un préstamo de una caja de ahorros, sin avales de ningún tipo (mis padres no tenían sueldo, ni patrimonio para avalar), que devolví en cuanto me puse a trabajar.
Tras un primer trabajo por cuenta ajena, donde fui contratado antes de acabar la carrera de empresariales, a nivel de la oficina de presidencia en una empresa familiar grande, donde estuve 4 años, ¡ya con un sueldo superior al que ganaba entonces mi padre!, con 26 años fui contratado por una pequeña firma suiza de consultoría, para trabajar en proyectos para multinacionales en Brasil, Italia y España. A los 28 creé mi propia empresa de consultoría, que vendí a los 7 años, con 35, a una firma multinacional de consultoría, que me hizo socio internacional, y en la que permanecí 12 años, para “retirarme” a los 47, con mi vida solucionada. En el camino me casé (a los 23) y tuve dos hijos (a los 27 y 28). Hijos por cuyo nacimiento no falté a mi trabajo ni un solo día, y a los que solo veía los fines de semana, porque solía viajar toda la semana casi todas las semanas.
He explicado toda esa trayectoria para confirmar que yo sí que tomé el ascensor social, aunque ello supuso un enorme esfuerzo personal y familiar, del que no me arrepiento. Tuve la suerte de encontrar una esposa que me ayudó a hacerlo, dedicada a tiempo completo a la familia, en un reparto de tareas totalmente consensuado, y con la que sigo compartiendo mi vida.
La cuestión es: ¿sigue existiendo ese ascensor social? Hay quien dice que no existe, pero yo creo que sí, aunque no sea exactamente lo mismo, porque los tiempos han cambiado. Yo quería subirme a ese ascensor, y me impuse un plan para conseguirlo, y lo conseguí.
La otra cuestión clave es: ¿quieren las generaciones actuales subir a ese ascensor social, o ya les valen las cosas como están? ¿Están dispuestos a hacer sacrificios para poder ascender? Creo que la respuesta es mayoritariamente negativa. Aunque admito que es un tema polémico, que puede generar muchas reacciones, que seguro que enriquecen el debate.
Ya me anticipo a anticipar argumentos que van a surgir:
El contexto social y económico actual no es igual que el que yo me encontré. Ahora hay menos oportunidades. Yo no lo creo.
Los jóvenes actuales están apoltronados, son conformistas. No tienen prisa, porque tienen una vida cómoda. Eso sí que me lo creo.
Las generaciones actuales no tienen espíritu de sacrificio. Lo quieren todo hecho. Lo tienen todo hecho. No están dispuestos a sacrificar nada. Quizás como reacción a la actitud de sus padres, que solo han pensado en el trabajo y en el negocio, antes que en la familia o en ellos mismos.
El pesimismo generacional que inspira el entorno social, económico y sobre todo medioambiental, con una visión apocalíptica del mundo que nos espera.
La propia proyección de la vida familiar, en una sociedad donde escasean las parejas, mucho más los matrimonios y no digamos los hijos. Se impone el egoísmo. El aquí y ahora y el yo, mi, conmigo…
En fin, no quiero agotarlos. Animo a mis lectores a entrar en el debate. Espero que respetuoso y enriquecedor…
Coincido totalmente, Ferrán.
Felices fiestas!
👍